Comandante Benítez, el héroe de Igueriben

 

El 21 de julio de 1921  Alfonso XIII preside la solemne entrada de los restos del Cid en la Catedral de Burgos. Lejos de allí, en Marruecos, en el inhóspito y accidentado terreno del Rif, el Comandante de infantería Julio Benítez arenga al centenar de hombres que quedan vivos en la guarnición de Igueriben. Se preparan para morir. Su memoria destella en la vergüenza del Desastre de Annual, una de las peores derrotas de la historia del Ejército español.

Igueriben es la punta de lanza del temerario plan del general Manuel Fernández Silvestre para asegurar el control del protectorado español en Marruecos. Decidido a avanzar hasta Alhucemas, Silvestre no ha considerado que las cabilas rifeñas, bajo el mando de Abd el-Krim, preparan la guerra contra los españoles, un ejército de trabajadores y labriegos, mal equipados y protagonistas a la fuerza de una aventura colonial cuyos objetivos la mayoría no comprenden. 

El cerco era tal que incluso los heridos se pasaban el día disparando

Allí, en Igueriben, están el abnegado Benítez y sus 350 hombres.. El 14 de julio Abd el Krim inicia el hostigamiento a la posición. El 17 de julio, las cosas empeoran porque los improvisados artilleros rifeños van afinando y los obuses comienzan a caer dentro de la posición. La guarnición se defiende sin descanso. Junto al parapeto, disparan todo el día bajo el implacable sol del Rif. Los heridos, sin atender porque no hay médico ni medicinas, también. Pero lo peor es la sed. El pozo más cercano queda a varios kilómetros y solo asomar el cogote ya supone jugárselo. La única esperanza es que desde Annual el general Silvestre logre romper el cerco y auxilie la posición. Benítez confía en su general y contagia su entusiasmo a la tropa. El teniente Casado Escudero, uno de los pocos supervivientes, refirió que «el comandante dirigió sin descanso la defensa (…), elevando la moral y su figura era admirada por todos los defensores, que desde el primer momento depositaron en él fe ciega por su bizarría».

«Los de Igueriben no se rinden»

La noche del 18, los moros se acercan tanto que pueden escucharse sus insultos a los oficiales y su oferta a los soldados: si se rinden, podrán volver ilesos a Annual. Los españoles responden gritando vivas a España y disparando. Benítez escribirá: «Los defensores de Igueriben mueren pero no se rinden».

«Héroes de Igueriben, resistid unas horas más. Lo exige el buen nombre de España»
 
El Comandante Benítez
 

Al día siguiente, Silvestre, que no está de brazos cruzados, comunica por heliógrafo que «se hallan concentradas en Annual numerosas fuerzas que han de convoyar los socorros de que tan necesitada está la posición. La Patria atenta a vuestro gallardo esfuerzo sabrá pronto recompensar vuestros sacrificios». Benítez sigue creyendo, pero las condiciones son cada vez más insoportables. Las ametralladoras comienzan a quedar inutilizadas por el constante uso y el calor. Hombres y armas se derriten.

El día 20, Benítez escribe angustiado a su general: «Tenemos muertos y heridos, carecemos de agua y de víveres y la gente se ve precisada a permanecer día y noche en el parapeto para tener a raya al adversario». Silvestre contesta: «Héroes de Igueriben, resistid unas horas más. Lo exige el buen nombre de España». Benítez responde embravecido: «Esta guarnición jura a su general que no se rendirá más que a la muerte».

«Sabremos morir como mueren los oficiales españoles»

Pero la ayuda sigue sin llegar y Benítez vuelve a comunicar con Annual: «Es horrenda la sed; se han bebido la tinta, la colonia, los orines mezclados con azúcar. Se echan arenilla en la boca para provocar en vano la salivación. Los hombres se meten desnudos en los hoyos que se hacen para gustar el consuelo de la humedad. Se ahogan con el hedor de los cadáveres». Al otro lado, Silvestre, que ha errado en la estrategia pero sufre por sus soldados, lo intenta. Pero no puede. Una tras otra, las expediciones de aprovisionamiento son masacradas por el enemigo. Los españoles recorren penosamente angostos desfiladeros y escarpados riscos en los que son el blanco perfecto para los tiradores moros, que disparan a placer protegidos por la orografía de su tierra. El terreno que Silvestre creía expedito se revela una trampa mortal.
Mientras, a Igueriben llega una nueva oferta de rendición. Pese a su agónica situación, los defensores reiteran su negativa disparando exhaustos a las sombras. El 20 de julio, Silvestre ha decidido jugarse el todo por el todo: «Resistid esta noche y mañana os juramos que seréis salvados o quedaremos todos en el campo del honor». Tan audaz como insensato, el veterano general de caballería organiza unos escuadrones a cuyo frente él personalmente se propone atravesar las líneas enemigas. Solo los ruegos de sus oficiales lo disuaden. Finalmente ordena el despliegue de todas las fuerzas disponibles en Melilla, que queda así desprotegida. Todo será inútil. Cada intento es una sangría y es ya el mismo campamento de Annual el que está rodeado de rifeños. Silvestre, desquiciado, autoriza por fin la evacuación de Igueriben.

 

Arenga entre tiros y bombazos

Solo entonces, abandonado, se permite Benítez palabras agrias. Irritado, escribe: «Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros». A eso de las dos de la tarde ha digerido la decepción y, consciente ya de su sino, escribe a Silvestre: «Nunca esperé de V. E. recibir orden de evacuar esta posición, pero cumpliendo lo que me ordena, en este momento, y como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola y protegiéndola debidamente pues la oficialidad que integra esta posición conscientes de su deber, sabremos morir como mueren los oficiales españoles».

«La tropa no tiene que ver con los errores del mando»

No contempla la rendición que podría ser su salvación. Los rifeños solían dejar vivir a los oficiales para exigir un rescate por su liberación pero liquidaban sin piedad a la tropa. No. Benítez luchará con ellos hasta el final. Citado ya con la historia, dirige la última arenga a sus muchachos bajo una lluvia de proyectiles: «Hijos míos, vamos a abandonar este corralito que hemos defendido como héroes por la falta de víveres y municiones; llorad por vuestros hermanos que dejáis sin sepultura, ahora vamos a seguir defendiéndonos con las pocas municiones que nos quedan y terminadas estas emplead la bayoneta; yo, hijos míos, os seguiré mandando como hasta aquí he hecho».
 

Son las palabras postreras de un militar que se sabe llamado a un sacrificio ejemplar. Tras ellas, el comandante empuña su pistola y emerge del parapeto atrayendo la atención de los moros para facilitar la huida de la columna principal, la que carga con los heridos. Los rifeños acribillan al diezmado contingente. Los españoles gritan, corren, disparan y, en último trance, acuchillan. Mueren matando. Benítez también. Recibe un primer impacto en la cabeza y cae a tierra. Polvoriento y ensangrentado, se rehace y continúa al frente de sus hombres, hasta que un balazo en el corazón lo deja definitivamente seco.

 

De los resistentes de Igueriben se salvó menos de una decena. En Burgos, los restos del Cid llegaban a la Catedral entre aplausos. En el Rif, Benítez, campeador honesto de otra época, quedaba a merced de los carroñeros. En 1925, el Gobierno reconocería a título póstumo su valor y diligencia con la Cruz Laureada de San Fernando, la más prestigiosa condecoración militar española.

 

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